sucesos ilógicos

sábado, 1 de agosto de 2009

Un aciago día de feria


    En otoño, después de la recogida de la cosecha, en el pueblo cabecera de comarca, se celebraba la feria más importante del año, a parte de las transacciones de ganado y demás productos propios de la zona, se celebraban tres días de fiesta en honor a su patrón, venia gente de muchos sitios, había baile, fuegos artificiales, apuestas entre los mozos, como quien resistía más bailando sobre una silla sin caerse, quien levantaba más peso… el fin era llamar la atención de las mozas, también se organizaban muchos juegos para los pequeños y algo que no podía faltar en una fiesta que se precie, el circo y los titiriteros.

    El primer día ,mientras los artistas, casi todos de etnia gitana, desfilaban anunciando su espectáculo, algunos de los niños y niñas entre siete y quince años, se dedicaban a aligerar bolsillos distraídos, si por casualidad alguno era sorprendido, cuando le registraban ya no encontraban lo robado en su poder, tenían una especial habilidad para pasárselo a un compinche, en muy raras ocasiones se les había pillado con la mercancía en las manos y entonces se echaban a llorar con tal desconsuelo, asegurando que lo hacían porque tenían hambre y sus padres no ganaban lo suficiente para darles de comer a todos, que algunos se conmovían y les dejaban ir con alguna moneda, pero cada vez eran más los que estaban artos de que les robasen. La mala suerte quiso que una muchachita que aun no contaba catorce años, metiese la mano en el bolsillo de un “mozo viejo” (más de treinta años y soltero) éste le hizo creer que si le acompañaba, a su casa, le daría comida y dinero para ella y su familia. De camino se encontraron con un muchacho y otro “mozo viejo” y los tres se dirigieron a las afueras del pueblo. Cuando la chiquilla vio que se alejaban de la gente trató de retroceder pero los dos hombres se lo impidieron el muchacho les dijo que la soltasen y los otros dos le amenazaron con darle una paliza si no les seguía el juego.
    ─Sólo queremos darle un susto para que no vuelva a robar ─le dijeron.
Al poco entraron en una casucha sucia y con las ventanas entornadas, daba la sensación de, que hacia mucho tiempo, que nadie había cruzado su puerta. Una vez dentro los dos hombres (bestias) empezaron a desnudar a la niña, a manosearla e insultarla. El muchacho intento defenderla pero se gano un puñetazo que le hizo dar con sus huesos en el suelo y mientras uno sujetaba a la chiquilla, que lloraba gritaba y pataleaba sin que eso le sirviese de nada, el otro ató al joven de pies y manos y después, entre los dos “mozos viejos” ultrajaron, golpearon y violaron a la indefensa y aterrada gitana. Cuando dieron por terminada su hazaña, se acercaron al muchacho que tirado sobre el mugriento suelo y con las ropas empapadas de sus propias heces y sus vómitos, les miraba con los ojos desorbitados, y temblando de miedo y asco.
    ─Si cuentas algo de esto, te matamos a ti y le hacemos lo mismo a tu hermana, así es que ándate con ojo. ─ le dijo el mayor de los dos asesinos poniéndole una navaja debajo de la barbilla.
    Le desataron y le dejaron allí, en compañía del, que creían, cadáver de la chiquilla.
    Ernesto, así se llamaba el muchacho, se acerco a la niña y comprobó que aunque estaba llena de golpes y envuelta en sangre, todavía respiraba, con dificultad, pero respiraba. Salió de la casa con la intención de pedir ayuda, pero las advertencias de los agresores martilleaban en su cabeza “A tu hermana le haremos lo mismo… haremos lo mismo… lo mismo…” se dejo caer sobre el suelo apretándose las sienes con ambas manos tratando, en vano, de acallar las voces. Se acordó de Rosalía, ella era la única que podía ayudarles, entro en la casa, comprobó que la chica continuaba inconsciente, cerró la puerta, puso un pesado arcón detrás y salió por una de las ventanas que tranco desde fuera.

    Pese a ir sucio y maloliente no se detuvo hasta dar con Rosalía que después de oír a Ernesto, desató a su caballo Impaciente y los dos a lomos del animal fueron a la casucha.

    Rosalía, después de ver en el estado en que se encontraba la agredida, rebusco entre las cosas del arcón y saco algo de ropa para la niña y también le dio un pantalón, una camisa y un jersey al chico y le ordeno que montase a impaciente e iría en busca del medico, que no le dijese nada, sólo que ella le llamaba, que era muy urgente, que trajera su maletín y que viniese en su coche (un pequeño carro tirado por un caballo) por si era necesario.
    Cuando el doctor termino de curar a la gitanilla y aseguraba que se recuperaría de sus heridas, Rosalía le preguntó si iba a denunciar a los agresores.
    ─No, no tenemos testigos, el chico tiene demasiado miedo para hablar y será la palabra de dos honrados ciudadanos, contra la de una gitana y ya sabes que en esta sociedad, los gitanos no son nada y una mujer gitana, menos que nada.
    ─Desgraciadamente tiene usted razón. ─asintió la mujer.
    ─Bueno, yo ya he terminado, si quieres puedo llevarla a donde tú me digas, a ti te corresponde resolver la peor parte, comunicárselo a sus familiares y conseguir que se olviden de la venganza, si no lo hacen, correrá sangre y no de los canallas que la atacaron, precisamente.
   ─No, es mejor no moverla, que se quede aquí. Le voy a pedir un favor, quédese con ella hasta que yo regrese, esta muy asustada. Ernesto ─le ordeno al muchacho─ trae agua y adecenta la casa, la quiero ver limpia a mi vuelta.

    Rosalía se mezclo entre la gente del circo y no tardo en dar con la abuela, único pariente vivo, de la niña. Se hizo acompañar de ésta a la casa sin decirle el motivo, para impedir que la anciana alertara a los demás. Después de que la abuela viese a su nieta, y que el médico le explicase lo sucedido y consiguiese que se calmara, la convenció de que no contase la verdad que dijese que la niña, se había caído por un terraplén y que estaba herida, a cambio le prometió que los causantes de su desgracia, lo pagarían muy caro y que ella lo vería antes de partir.
    Rosalía, les pidió a su marido y a Ernesto que se quedasen en la casa con la abuela y la nieta, por si a los dos descerebrados les daba por querer rematar el trabajo.
    Esa noche se desato una tormenta como hacia muchos años que no se veía, ensordecedores truenos se repetían sin cesar y latigazos de luz rasgaban el firmamento, a la vez que las nubes descargaban tal cantidad de agua que se diría que la echaban a baldes. A la gente del circo tuvieron que recogerla en la iglesia y a los animales en las cuadras de los vecinos, por la calle mayor, un poco mas baja que las otras, el agua corría como un río, amenazando con entrar en sus casas, mientras sus habitantes se afanaban en cerrar las puertas y colocar tras ellas cualquier cosa que sirviese para impedirle el paso.
    A la mañana siguiente la tormenta se había extinguido por completo, dejando en su lugar un cielo azul y soleado, sólo la tierra mojada y los charcos recordaba la tempestad.

    Hacia las diez de esa mañana, el medico, que iba a visitar a la herida, encontró en una cuneta, el cuerpo de uno de los “mozos viejos” que el día anterior atacaron a la gitanilla, boca arriba, muerto, sin señal ninguna de haber sido atacado, sólo sus ojos estaban extremadamente abiertos, como si una visión terrorífica le hubiese helado la sangre.
     ─Bien ─fue lo único que dijo Rosalía al enterarse.
     ─Sólo has cumplido la mitad del trato ─dijo la gitana vieja─ aún te falta el otro.
     Rosalía no contestó.

   Pese a la tormenta de la noche anterior, la fiesta continuó como de costumbre, y después de la verbena cada mochuelo regresó a su olivo.
   Para el última noche tenían previsto una gran baile y como colofón los fuegos artificiales.
   Rosalía le dijo a la abuela de la gitanilla que la llevase, con ayuda de  Ernesto, al baile y que la sentara en un banco enfrente del pórtico de la iglesia, tenia que estar en ese lugar entre el penúltimo y el último baile.
    La abuela y Ernesto ayudaron a la niña a sentarse y luego lo hicieron ellos, uno a cada lado de la pequeña, como Rosalía les había ordenado.
    Al terminar la anteúltima pieza y antes de dar comienzo a la última, acertó a pasar por delante de ellos el otro, pervertido, “mozo viejo” que se quedó paralizado al verles, los ojos se le salían de las cuencas, abría la boca y la volvía a cerrar sin que de ella saliese ningún sonido, así permaneció un minuto, luego su garganta dejo salir un largo y agudo lamento que el eco se encargo de transportarlo, a varias leguas de distancia. Después se llevo las manos al pecho y cayo al suelo retorciéndose, como una serpiente cuando se le corta la cabeza, al poco quedo inmóvil, boca arriba, con los ojos tan abiertos como su compinche. Acto seguido, las campanas empezaron a repicar sin que nadie las tocase, también los fuegos de artificio subieron al cielo, solos, sin intervención humana y con unos colores nunca vistos hasta entonces.
    La abuela de la chiquilla y Rosalía se miraron y sonrieron.

domingo, 26 de julio de 2009

Las apariencias engañan



    Esta historia nos la contó Rosalía, en una tarde de invierno, a la hora de la merienda, cuando un niño se reía de otro más pequeño, porque no tenía tanta fuerza como él.
Rosalía empezo diciendo:
    Vivió en este pueblo, hace ya muchos años, una muchacha llamada Candida.

   Candida era la más joven de cinco hermanos, vivía en la casa de sus padres, una casa pequeña con un huerto grande y algunos animales de corral, la vida no era fácil, muchas bocas que alimentar y pocos recursos, sus hermanos, según fueron teniendo edad suficiente emigraron a otras tierras. Carlos, el mayor, se fue con catorce años, reclamado por un pariente que vivía en otro país, los otros siguieron el mismo camino. La idea era juntar dinero, volver al pueblo y poner un negocio en alguno de los pueblos grandes, pero las cosas no siempre salen como uno las planea, bien porque no ganaron tanto dinero, bien porque, formaron allí una familia, ya no les intereso volver. De todos modos no se olvidaron de sus padres y hermana, regularmente, bien uno, bien otro, les mandaban lo suficiente como para que ninguno de los tres, se viera necesitado de salir a trabajar fuera de su casa.

    Todos los meses, a menos que la nieve se lo impidiese, acudían, los tres, Candida, su madre, Dora y José, su padre, a la feria que se hacia en la cabecera comarcal, donde vendían, huevos, pollos, cestos, ropa blanca bordada a mano y un sinfín de cosas que ahora llamamos “artesanía”. Lo más importante para ellos no era la venta en si, ni el dinero que pudieran sacar, lo que de verdad buscaban era la relación con la gente, hablar con unos y con otros, enterarse de lo que ocurría en otros pueblos, en definitiva seguir conectados con el resto del mundo. Fue en una de esas ferias o mercados donde, Candida y sus padres, conocieron a Tobías. Tobías, de profesión sastre, como su padre y su abuelo, tenía la sastrería en el pueblo pero no solía ir a la feria, de hecho ese día era cuando más ocupado estaba. Tobías vestía a casi todos los hombres influyentes de la comarca, unos acudían a su casa y a otros los visitaba él en la de ellos, pero coincidiendo con el mercado, algunos granjeros o comerciantes en general, acudían a que le hiciese pantalones, camisas, un traje para la boda… elegían las telas, les tomaba las medidas y al próximo mes volvían a probarse la prenda encargada. Algunos de sus clientes usaban las camisas y pañuelos con sus iniciales bordadas, él se las mandaba a bordar a una señora del pueblo, pero la mujer, bastante entrada en años, se había ido con su hija que vivía en la capital. Antes de irse le dijo que Candida y Dora, su madre, bordaban muy bien, que hablase con ellas y a lo mejor llegaban a un acuerdo. Los tres quedaron conformes en que él les entregaría las prendas a marcar ese día y ellas se las devolverían bordadas al siguiente mes y así mientras convendría a ambas partes y… tanta camisa para arriba, tanto pañuelo para abajo, los dos jóvenes se enamoraron.

    Candida era menuda, de ojos grandes y marrones, el pelo que a diario lo llevaba en una trenza, el día de mercado se lo soltaba dejándolo caer por su espalda hasta llegar a la cintura, para que éste no le estorbase en la cara, se lo sujetaba con una cinta que pasaba por debajo de la nuca, subía por detrás de las orejas y la ataba, con una lazada, encima de la cabeza, de apariencia frágil, amable y tranquila, nada la alteraba, o nada parecía alterarla, nunca la vieron enojada, desde muy niña tanto en los juegos como en el trato con los adultos, ella acataba las decisiones de los demás, pero al poco tiempo, inexplicablemente y casi sin darse cuenta, siempre se terminaba, haciendo lo que Candida quería.

    Cuando se supo en la aldea que Candida se iba a casar con el sastre, unos por envidia, como Evaristo y Silvio que aspiraban a ser ellos los elegidos, y otros porque la profesión de sastre la consideraban no acta para un hombre, la aguja y el hilo estaba vinculada a la mujer, no casaba con los atributos que se suponía que tenia que tener un hombre. La gente comentaba que ese matrimonio terminaría mal. Tobías, Dora y José acordaron que la pareja se iría a vivir a casa de Tobías, para quitarse de murmuraciones y comentarios jocosos pero la joven se negó en redondo, era la primera vez que hacia algo así abiertamente, argumentando que no estaba dispuesta a irse de su casa y dejar a sus padres, por las calumnias de unos descerebrados. Con el tiempo las cosas volvieron a la normalidad, menos para algunos que permanecían empecinados en demostrar, a toda costa, que el sastre no era un hombre y que no cumplía con las obligaciones de marido, que si Candida seguía con él, era por eso, por cándida. Los detractores de Candida y Tobías, no perdían ocasión de menos preciar a éste, con comentarios despectivos tales como: “Alguien tendría que enseñarle a Candida lo que es un hombre” “Esta pobre (refiriéndose a Candia) no va a pasar una noche buena en su vida” “Los sastres, o están capados o les gusta mucho meter la mano en la entrepierna de los hombres” también hacían chascarrillos a su costa, uno de sus preferidos era: ¿Sabéis lo que le paso a aquel sastre que regresaba a su casa cuando empezaba a oscurecer? Os lo cuento: Iba un sastre por el camino hacia su casa y se le hizo de noche, de pronto noto que alguien o algo le tiraba de la ropa y él asustado decía “suéltame, suéltame, que soy un pobre sastre, no me hagáis daño” y como no lo soltaron, se pasó toda la noche allí quieto, muerto de miedo, esperando, cuando amaneció miro hacia atrás y comprobó que era una zarza que se le había enganchado a su chaqueta, sacó las tijeras de su bolsillo y la cortó diciendo “¡si serias un hombre lo mismo te cortaba!” otro era “Iba un sastre por un camino y se encontró con un limaco (babosa grande) cruzada en el sendero y el sastre temblando de miedo le decía “Ñiquili ñaques, come a los hombres y deja a los sastres” y así estuvo parado hasta que el molusco desapareció, entonces él se puso muy tieso y dijo: “Al fin, tuvo miedo de mí y se escapó”
    Los comentarios llegaron a oídos de Tobías que quiso plantarles cara, pero como siempre Candida consiguió que no les pretase atención.
   ─No ofende el que quiere, si no el que puede y esos necios no pueden ─dijo  la joven esposa.

    En vista de que no conseguían que ni el sastre ni su mujer se diesen por aludidos y los demás vecinos aceptaran al sastre como uno más de ellos, Evaristo y Silvio, ayudados por un amigo, acordaron dar un paso más y acosar directamente a Candida, aprovechando que su marido y su padre se ausentaban, con frecuencia, de la aldea.
    Descripción de la plaza, la fuente y el pozo, para todo aquel que no conozca el pueblo: En la entrada del pueblo, a una orilla del camino, en la ladera del monte, de entre unos peñascos manaba un chorro de agua durante todo el año, los aldeanos adecentaron una explanada y la cubrieron con cantos del río, hicieron una fuente con un caño y a su orilla un pozo de cuatro metros de ancho por seis de largo y dos metros de profundidad, uno de los lados más largos estaba pegado a la ladera, uno de los cortos hacia pared con la fuente, los otros dos lados los cerraba un muro de noventa centímetros de alto por cincuenta centímetros de ancho, en la parte de arriba del muro se colocaron losas de piedra lisas para que las mujeres pudiesen lavar la ropa sin necesidad de agacharse, el agua sobrante era conducida por una acequia hasta el río, también pusieron dos bancos hechos con troncos abiertos por la mitad, lijados y asentados sobre pies de piedra, donde los muy viejos solían tomar el sol cuando el tiempo se lo permitía.
    Después de que Tobías y su padre saliesen a visitar a unos clientes, a uno de los pueblos de los alrededores, Candida cogió el balde con la ropa sucia que previamente había puesto a remojo con jabón, y se fue a lavarla al pozo.

    Poco antes de llegar a su destino, Tobías, le dijo a su suegro.
   ─No se que me pasa, estoy intranquilo, tengo un nudo en el estomago, no consigo centrar las ideas, a cada momento me viene a la mente el rostro de tu hija, me mira y en sus ojos veo una llamada, como si me necesitase a su lado.  Creo que debo volver junto a ella.
    ─Ya casi estamos en la casa del señor Juan, él te espera hoy, no tardaremos mucho, podemos estar de vuelta para la hora de la comida ─mirando la expresión de la cara de su yerno añadió─ pero si tú quieres regresamos, siempre podemos poner una disculpa.
    Dieron vuelta a sus monturas y se dispusieron a desandar el camino andado, pero a paso más ligero.

    Mientras tanto, en la plaza, a la orilla del pozo, Candida se esforzaba en dejar blancas las sábanas, una anciana y su esposo la observaban desde uno de los bancos.
    ─¡Buenos días! ─saludó una mujer que llegaba en ese momento, con sus baldes a coger agua de la fuente.
    ─¡Buenos días! ─contestó Candida sin apartar la vista de su quehacer.
    ─¡Que adornada esta hoy la plaza! ─ se oye resonar el vozarrón de Evaristo que acompañado de Silvio y Fulgencio, se acercaba a las dos mujeres y añadió con sorna─ lastima que Candida se marchite, como una flor, en un jardín, sin jardinero.
    Candida no contestó y los otros dos le rieron la gracia. Envalentonado y contando con el apoyo de sus amigos, se acerco a la muchacha hasta ponerse a su lado y en un tono que evidenciaba sus intenciones le dijo.
    ─Sí tú quieres yo puedo ser tu jardinero, comigo sabrás lo que es tener a un hombre en la cama.
    La otra mujer hizo ademán de intervenir pero un gesto de los otros dos hombres la dejo clavada en su sitio. Los ancianos, bastante sordos, no conseguían enterarse de la conversación y se levantaron para acercarse pero antes de que pudiesen dar unos pasos, Evaristo trato de sujetar a Candida y obligarla a que le besara. El cuerpo menudo de la joven se agacho, dio un giro y según él se abalanzaba hacia ella, con una mano le cogió por la entrepierna mientras con la otra le sujetaba el pecho empujándole al pozo, los presentes tardaron unos segundos en reaccionar, segundos que Candida aprovecho, para mandar a los dos cómplices a hacer compañía a su jefe.
    Silvio y Fulgencio salieron por sus propios medios, una vez fuera del agua miraron a los ancianos, a María y cuando sus ojos se encontraron con la acerada mirada de Candida, echaron a correr sin preocuparse de su compinche.

     A los gritos de María y los ancianos varios vecinos se acercaron a la plaza a tiempo de ver como, Evaristo, que no sabía nadar, aterrado, chapoteaba dentro del pozo, le lanzaron la sábana, que estaba lavando Candida, a modo de cuerda, pero el muchacho presa del pánico se enrollo en ella, hundiéndose en el agua, en ese preciso momento llego Tobías que no dudo en descalzarse y tirarse a sacarle, cuando lo tuvo afuera quiso saber que había pasado y María se encargó de contárselo con todo lujo de detalles.
    Tobías cogió a Evaristo por la pechera de la camisa y lo izó de forma que sus pies casi no tocaban el suelo, en esa posición le dijo, mejor dicho le disparo, porque sus palabras salían de su boca como mortíferas balas.
    ─No vuelvas a molestar a mi mujer o te vas a enterar de cómo se las gasta este sastre.
     Y seguido le soltó, con tanta brusquedad que Evaristo dio con sus huesos en el suelo. No fue tanto el dolor de la caída, como el sentimiento de ridículo y la vergüenza ante las risas de los presentes.
    Cuentan que a ninguno de los tres se les volvió a ocurrir burlarse de nadie por más indefenso y vulnerable que les pareciese. En cuanto a Candida siguió con la apariencia de siempre, alegre tranquila y…cándida.

domingo, 5 de julio de 2009

La muerte de su madre


Lo que os voy a contar fue un suceso que mantuvo en jaque a toda la comarca por mucho tiempo. Tanta expectación suscito que hizo que hasta el mismo obispado interviniera, mandando una comisión para que investigase, por si había algún caso de brujería o endemoniados, tan dados en estos pueblos, más o menos, aislados.

La cosa empezó cuando en pleno invierno y rodeados de nieve, Rosalía comento con su marido que su madre, la de ella, se estaba muriendo y quería verla. La madre de Rosalía vivía, con su otra hija, en una capital de provincia, a dos días en tren, además del tiempo que se tardaba en ir, desde el pueblo de Rosalía, hasta la estación del ferrocarril, en total unos tres días para ir y otros tres para volver, sin contar que no se podía salir del pueblo, porque estaban incomunicados, pero ese era un pequeño detalle que para Rosalía, como ya hemos podido comprobar, carecía de importancia.


Rosalía se encerró en su alcoba y le pidió a su esposo que cuidase de los niños y la casa y que bajo ningún concepto entrase nadie en su cuarto, hasta que ella saliese, que si alguien venia preguntando por ella que le dijese que no se encontraba bien y que se había tomado unas hierbas para dormir, no obstante, echo la llave por dentro. No salió del dormitorio desde las ocho de la mañana de ese día, hasta las ocho de la mañana del día siguiente. Cuando Rosalía bajo a la cocina, los niños aún no se habían levantado y Jesús dormitaba echado sobre unos cojines al calor de la lumbre. Rosalía le dijo con voz suave.
─Despierta mi amor, ya estoy aquí. ¿Ha venido alguien?
─Sí, Guillermo, el cojo, a por miel, pregunto por ti y le dije que estabas ocupada, le di la miel y se fue. ¿Qué es eso? ─le pregunto al reparar en lo que traía en las manos.
─El cuadro que nos pinto el Sr. Ambrosio, a mi hermana y a mí, junto con nuestros padres, cuando éramos pequeñas y las cartas que mi padre nos escribió mientras estuvo en ultramar.
─Pero eso lo guardaba tu madre. ─dijo él sorprendido, mientras un escalofrio sacudia su cuerpo al creer ver que su suegra le sonreia desde el cuadro


─Sí, ella me lo ha dado ─contestó Rosalía como la cosa más natural─ sabia que yo lo he de guardar bien. Se ha ido en paz.
Jesús, hacia mucho tiempo que había desistido de hacer preguntas, aceptaba el comportamiento de su mujer, como aceptaba el agua de la lluvia cuando empapa los campos o la nieve que extiende su frío manto cubriéndolo todo, era algo natural que no se podía cambiar.


La cosa no hubiese tenido mayor transcendencia, si no hubiese sido porque a la primavera siguiente, su hermana se presento en el pueblo acompañada de su marido y sus dos hijos, para hacerle entrega de la parte de la herencia que le correspondía.

─(…) como te fuiste tan rápida, apenas mamá expiro, no me dio tiempo a decirte que ella dejo dicho que tú heredabas el dinero que tenia en el banco y yo, la casa con todo lo que guarda dentro, menos el cuadro que pinto el Sr. Ambrosio que ya te lo trajiste, el dinero te lo traigo yo, porque mamá lo saco cuando enfermo y el medico le dijo que le quedaba poco tiempo. No quería que el estado se quedase con una parte.


La noticia de que Rosalía asistió a su madre en el lecho de muerte, fue motivo de confrontación entre los vecinos del pueblo, los familiares y gente de la capital, entre ellos el médico y el cura que atendieron a su madre, los unos decían que Rosalía no había salido del pueblo en todo el invierno y los otros aseguraban, por lo más sagrado, que la mujer no se movió del lado de su madre, durante las veinticuatro horas que duro su agonía.
Como no encontraron a nadie que la hubiese visto ni en la estación ni en el tren, ni mucho menos entrando o saliendo de casa de su madre y si se le preguntaba a la interesada, ella, siempre respondía.
─Yo, en cada momento, he estado donde tenía que estar.─y no añadía ni una palabra más.
Cuando se les llamó a declarar al medico y al cura, de la capital, estos no recordaban nada, a la Iglesia no le quedo más remedio que archivar el caso. Aunque hay quien asegura que cuando salieron del obispado, volvieron a recobrar la memoria, pero sólo admitían haber visto a Rosalía, en privado y con gente de mucha confianza.


lunes, 22 de junio de 2009

El niño de San Roque


   Todo ocurrió en la comarca de Rosalía, hace ya muchos años, fue un caso que, por lo extraño, tuvo en vilo a toda la zona.

   Cuentan los más viejos que les contaban sus abuelos, que apareció un día en la puerta de la iglesia, un niño con el pelo ensortijado y tan rubio que sus rizos parecían rayos de sol, calzaba unas sandalias de piel de cabra y por vestido una especie de túnica sin mangas, confeccionada con la piel de un borrego y atada con una tira de cuero en la cintura.

Ese año una peste, casi, había acabado con las vacas, las cabras y las ovejas, también había mermado considerablemente a los demás animales. Las patatas, el trigo y el resto de la cosecha se mostraron racanos y sólo dieron un tercio de su producción. Entrado el otoño la gente se preparaba para pasar penurias y hambre. La presencia del chiquillo vino a complicar aún más las cosas. Tendría unos cuatro años y parecía no entender lo que se le decía, tampoco los lugareños le entendían a él. Llegando a este punto los vecinos se hacían mil y una preguntas sin hallar respuestas lógicas, había comentarios para todos los gustos, desde que podía haber sido abandonado por alguno de los muchos viajeros que cruzaban la comarca, hasta que era la reencarnación del niño que acompañaba a San Roque en las imágenes que se mostraban en la ermita o bien podía ser el demonio al que se refería el párroco desde el pulpito. Así las cosas nadie se atrevía a hacerse cargo de la criatura, que seguía resguardado en el pórtico de la iglesia, sin querer entrar a pesar del frío.

   Matilde, una anciana a la que le mataron el hijo en una de las muchas contiendas, sin prestar oídos a los comentarios de sus vecinos, trató de llevárselo a su casa, pero el niño se negó, ante lo cual la mujer le llevó ropa de abrigo, una manta y un poco de sopa de judías con patatas que era lo único que había podido recoger de su huerto ese año. De las cuatro cabras que tenia sólo le quedaba una que ya por vieja no empreñaba, estaba pensando en matarla y hacer tasajo para pasar el invierno, los demás animales que tenía, conejos y gallinas también se le habían muerto.

   Esa noche, Matilde, soñó que la cabra había parido y tenía tres cabritillas. Por la mañana fue a la cuadra dispuesta a matar al animal y cual no seria su sorpresa cuando vio que Careta, que así llamaba la buena mujer a su cabra, tenía la ubre llena de leche. Miró por si era cierto lo del sueño, pero no encontró ningún cabritillo. Ordeño a Careta y le llevo una taza de leche caliente al niño y éste se lo agradeció con una alegre sonrisa.

   Los vecinos dijeron que seguramente Matilde estaba tan vieja que no se había dado cuenta de que la cabra estaba preñada y como la puerta estaba abierta, algún zorro se comió a la cría.

   El sacristán que cuidaba de la ermita, vivía en una vieja casita al lado del templo, nunca se caso y cuando murieron sus padres se quedo solo. Solía llevar algo de comida para el mediodía, le daba mucha tristeza estar solo en la casa y procuraba ir sólo a dormir. Ese día compartió la comida con el niño y aunque él suponía que no le entendía no paraba de hablarle.
   ─No se de donde vienes, ni me importa ─le decia─ pero ya que estás aquí podríamos hacernos compañía. Yo se lo duro que es estar solo sin nadie que se preocupe por ti ni por lo que haces o dejas de hacer, estar en una casa vacía, sin ruidos, oyendo el silencio y preguntándote ¿para qué vivo? ¿Por qué Dios no me ha llevado con ellos? Si tienes padres seguro que estarán sufriendo, pensando que te ha pasado algo malo y si no los tienes ¿por qué prefieres estar aquí solo en lugar de irte a la casa de la señora Matilde?
    ─Y tú
le contestó el niño para sorpresa del sacristán.¿por qué no le pides a Carmen, la hija del pastor, que se case contigo 
    ─Pero Carmen tiene un hijo sin estar casada.
   ─¿Y eso que importa, es qué acaso no es una buena mujer y tú no la quieres? ─El hombre le mira y dice
   ─Tú no eres un niño, tienes el cuerpo de niño, la voz de niño, pero no eres un niño, no se lo que eres, un niño, no. Voy a seguir con mi trabajo, pensare en lo que me has dicho.

   Al terminar el trabajo, Tomás, no se fue a su casa, se quedo a dormir con el chiquillo, tapándose los dos con la misma manta, esa noche no sintió el peso de la soledad. Al otro día se fue a hablar con Carmen.

   La mujer del herrero llevaba casada diez años y no tenia hijos ya se había hecho a la idea de que nunca los tendría, cuando le dijeron que en la iglesia había un niño perdido no se lo pensó dos veces y a pesar de lo que se comentaba se acercó con la intención de recogerlo, pero el niño, una vez más se negó a irse del pórtico. La mujer, ante la imposibilidad de sacarle de allí le dio un beso y el niño sonriendo le puso la mano sobre el vientre.

   Los vecinos se fueron acostumbrando a ver al niño en la puerta del templo y acordaron que ya que el chiquillo no quería abandonar el lugar, que habría siempre alguien con él, haciéndole compañía y vigilando de que no le pasara nada malo. Mientras, indagaban por si daban con su familia.

   No habían pasado ocho días desde la llegada del extraño niño, cuando, tan misteriosamente como había aparecido desapareció, dejando al pueblo sumido en un montón de dudas.

   Después de la marcha del pequeño empezaron a suceder cosas insólitas: Matilde encontró en su cuadra tres cabritas, una pareja de conejos y dos gallinas, Tomás se caso con Carmen, los pocos animales que quedaron vivos después de la epidemia se multiplicaban con una rapidez inusual, en pleno invierno parían las vacas, las cabras, las ovejas… y en todos los casos traían más crías de lo que era normal para cada especie. Lo que más sorprendió fue el nacimiento del hijo del herrero a los nueve meses de irse el niño.

   Los lugareños creen a pies juntillas que, el niño, era el que acompaña a San Roque.

domingo, 14 de junio de 2009

El enigma



   Hoy os voy a contar otra historia de las que nos contaba Rosalía en esas largas y frías tardes de invierno.
   Después de merendar, Rosalía nos había servido un rosco dulce, grande, esponjoso, relleno de cabello de ángel y rodeado de nata, del que no quedaron ni las migas, nos sentamos en el suelo, encima de cojines forrados de piel de conejo y rellenos de lana, dispuestos a escucharla.
Ella empezó diciendo.
   ─Cuentan que una vez en un país lejano, muy lejano, vivían un rey y una reina que tenían una hija muy hermosa, cuando llego a la edad de casarla, los reyes que eran inmensamente ricos, no querían para ella príncipes con grandes fortunas, querían un hombre valiente e inteligente, (si además era noble mejor, pero no indispensable)
   Los aspirantes a la mano de la princesa tenían que pasar tres pruebas.
   Primera: tenían que ir solos, a pie o a caballo.
  Segunda: vinieran de donde vinieran, tenían que cruzar un bosque muy grande y muy espeso, llamado El Bosque de los Lamentos, se tardaba más de un día en atravesarlo, donde, a decir de las gentes, a las personas que les pillo la noche dentro no volvieron a salir, también se comentaba que algunas noches de luna llena se oían lamentos, unos decían que eran las almas de los difuntos que andaban errantes sin encontrar la salida, otros que dichos lamentos eran producidos por las extrañas criaturas que lo poblaban.
   Tercera: tendrían que plantear una adivinanza que ninguno de los sabios del reino pudiera resolver, dispondrían como plazo para dar la solución, dos días.
   A todo aquel que no pasara dichas pruebas se le mandaría matar.
   Aún a riesgo de perder la vida, muchos, tanto nobles como villanos, fueron los que acudieron al reino con la esperanza de casarse con la princesa y heredar el trono y todos murieron, unos en el bosque y los otros decapitados al no superar las pruebas, entre ellos los dos hijos mayores de una familia de campesinos tan humildes que ni las tierras les pertenecían, las trabajaban para un dueño muy avaro que solo les daba una décima parte de lo que producían.   
   Cuando el único hijo varón que les quedaba les dijo que se iba a la corte, les entro una gran tristeza, le pidieron que no se fuera.
   ─Comprende, ─le decía su padre─ te necesitamos aquí, tu madre no es muy fuerte y tus hermanas son demasiado pequeñas, ¿quién me ayudara en el campo, para darles de comer, si tú te vas.
   ─No os preocupéis por eso ─contestó el muchacho─ cuando sea rey, no tendréis que trabajar para tener todo lo que necesitéis.
   ─¡Hijo mío! ─suplicaba su madre─ tus hermanos, con ser mayores, más fuertes y más inteligentes que tú, el uno, no logro pasar el bosque y el otro, fue decapitado al acertar los sabios su adivinanza, ¿lo vas a conseguir tú?
   ─¡Adió padre, adiós madre, adiós hermanas! Os mandare llevar a palacio cuando yo me case con la princesa. ─y se fue, llevaba una escopeta, una manta y algo de comida que le había preparado su madre.
   El camino era largo y los víveres escasos, cuando pasaba por algún pueblo o alguna granja, pedía algo de comer a cambio de trabajo y así se fue valiendo hasta llegar a El Bosque de Los Lamentos. Los que le vieron entrar comentaban.
   ─Pobre, tan joven y tan indefenso, no durara mucho ahí adentro,
   Patricio se iba abriendo paso entre la maraña de árboles, arbustos y retamas, lo curioso es que ha medida que avanzaba, la vegetación se hacia cada vez menos densa, hasta el punto de encontrar grandes claros con hierba verde y pequeñas retamas y algún que otro arroyo alternándose con la vegetación típica de los grandes y húmedos bosques. Era casi de noche cuando se dispuso a dormir, para ello eligió un hueco entre las rocas, recogió ramitas y hojas secas e hizo un montón en la entrada de tal forma que si alguien se acercaba tenia que pisarlas y él desde dentro le oiría, se tapo con la manta y puso la escopeta, cargada, a su lado. Al poco comenzó a oír extraños lamentos, agudizo los sentidos y llegó a la conclusión de que eran una mezcla de los ruidos propios de los animales nocturnos unidos al silbar del viento, acarició su escopeta y se volvió a quedar dormido, le despertó de nuevo el crujir de las hojas, instintivamente tomo la escopeta y disparo en dirección a la entrada de su precario refugio, al instante pudo oír como alguien o algo se alejaba aullando de dolor, “haber si ahora me dejan dormir” se dijo.
Aún el Sol no se había despertado, cuando Patricio comió la mitad de lo que le quedaba en el talego, guardando el resto para el camino. Al salir de su refugio las sombras de la noche cedían al empuje de la aurora, miro al cielo, se oriento y retomo el camino a palacio. Al mediodía se tomo un descanso y termino las viandas que le quedaban, por el camino, sabiendo que no le quedaba nada de comida, pensó que seria buena idea cazar algún conejo o liebre para la cena, disparo y mato a una hermosa liebre que guardo en su zurrón. El bosque se iba haciendo más y más cerrado, por lo que intuyo que no quedaban demasiadas horas para salir de él, acelero el paso, tanto como la vegetación le permitía y con las primeras sombras salía a campo abierto. A lo lejos, entre la penumbra, logro vislumbrar el campanario de una iglesia y hacia ella se dirigió, lo más rápido que pudo, sin apenas ver donde ponía los pies. La puerta estaba abierta, pero dentro no había nadie, ni el cura se atrevía a permanecer, a la noche, tan cerca del bosque, entro busco en el altar una vela y la encendió, después se dispuso a cenar, pero no podía comerse a la liebre cruda, miro a ver si encontraba algo para hacer fuego y asarla, la cena le dio sed pero no le quedaba agua en la cantimplora, rebusco hasta dar con el preciado liquido y bebió, durmió toda la noche y al amanecer se puso de nuevo en camino.
   En la mañana del vigésimo día era recibido por el rey, después de demostrar que hizo el camino solo y que había cruzado el bosque, el monarca le ordenó que expusiera su acertijo y el muchacho comenzó diciendo.
   ─Quiero que me respondan a los interrogantes del siguiente enigma: Tire a lo que vi y mate a lo que no vi, comí carne asada con palabras de evangelio y bebí agua que no estaba en la tierra ni tampoco en el cielo.
   Los sabios le dieron toda clase de soluciones como; tiraste a una vaca y mataste a un burro, asaste la carne rezando para que Dios hiciera el milagro o bebiste agua de la lluvia… a lo que él contestaba, no, no. al finalizar los dos días, el rey le exigió que diera la solución, si no lo hacia mandaría que le corten la cabeza.
   Patricio mira a los allí reunidos y con voz alta y clara contesta.
   ─Es muy fácil.
  Primero: tire a una liebre, que vi, y como estaba preñada, mate a los lebratillos que, no vi.
   Segundo: como no me podía comer la carne cruda, busque algo para hacer fuego y encontré los libros de los evangelios, hice fuego con ellos y ase la carne, así que comí carne asada con palabras de evangelio.
   Tercero: no tenía agua, era de noche y no era cosa de salir a buscarla, mire y vi la que estaba en la pila del agua bendita, esa agua al estar bendecida está entre las cosas de Dios y los hombres, por lo que no ésta ni en el cielo ni en la tierra.
   Ante tal razonamiento, al monarca no le quedo otra que concederle la mano de su hija.
Así fue como un humilde vasallo llego a convertirse en rey.

viernes, 5 de junio de 2009

Margarita

   Esta historia es de cuando Rosalía tenía catorce años y vivía con unos tíos suyos en la capital.
   La hija de una vecina, de la misma edad que ella, comenzó a sentirse mal, los médicos no daban con la causa de la enfermedad de la muchacha y lo achacaron a los nervios y a los cambios que experimentaba su cuerpo al paso de niña a mujer, pero pasaba el tiempo y la chiquilla iba de mal en peor, dejo de comer y sólo quería morir. La madre estaba angustiada, sólo tenia esa hija, enviudo al poco de nacer la niña. Económicamente no quedo mal, tenía dinero ahorrado y ella ejercía de maestra, pero a sus padres les preocupaba que viviese sola, sin marido y con una criatura de pocos meses, en una ciudad tan grande, donde nadie se conoce. Para que no estuviesen solas se vino a vivir, a su casa, un hermano de ella que estaba soltero.
   La tía de Rosalía era costurera, en su taller se cosía la ropa de las mujeres más influyentes de la zona, también se impartían clases de costura a las que asistían muchas jóvenes, entre ellas Margarita, la niña enferma.
   Al enterarse, Rosalía, del estado de la alumna, aunque no eran amigas, le pidió a su tía que la acompañase a hacerle una visita. La tía de Rosalía conocía muy bien a su sobrina y sabía que cuando pedía o decidía algo tenía buenas razones para hacerlo, pero que no se las iba a decir, así que le dijo.
    ─Está bien, esta tarde después de las clases te acompaño.
   Esa tarde cuando entraron en el piso de Margarita, Rosalía se quedo un momento quieta como en suspenso, después quiso ver a la muchacha.
   ─No se si querrá, se lo perguntare, ─dijo la madre─ ahora le ha dado por no querer ver a nadie, sólo quiere estar sola en su cuarto.
   ─Déjeme ir con usted, si me ve, seguro que me recibe.
   La mujer entreabre la puerta y le dice a su hija.
   ─Margarita, hija, ha venido la sobrina de la modista a verte.
   ─Que se vaya, no quiero ver a nadie.
   ─Sólo será un momento, quiero contarte una cosa. ─intervino Rosalía.
   No obtuvo respuesta, pero paso cerrando la puerta tras de si. Rosalía permaneció más de dos horas a solas con Margarita, ya su tía cansada de esperar, estaba a punto de dar por finalizada la visita, cuando margarita llamo a su madre y le pidió que dejase que Rosalía se quedase a pasar la noche con ella, a cambio tomaría leche con galletas.
    ─¡Por favor señora Justa, se que no tengo derecho a pedírselo, pero mi hija lleva tres días sin probar bocado y…
   ─No te preocupes, María, ─la interrumpió Justa ─si mi sobrina quiere, se puede quedar.
    Bien sabía ella, que la idea no era de Margarita, si no de su sobrina.
    Las dos jovencitas cenaron, leche con galletas, sin salir de la habitación.
   Después de cenar la madre y el tío de Margarita, fueron a la habitación de ésta a darle las buenas noches, como de costumbre.
    La casa llevaba varias horas en silencio cuando, a pesar del intenso calor que hacia, tanto dentro como fuera de la vivienda, el intenso frío que, de repente, sintieron sus moradores, les obligo a despertase, estaban inmóviles, entumecidos, como si la sangre se les hubiese congelado en las venas, no se sabe cuanto tiempo pasaron así, a la mañana siguiente todos coincidían, en lo extraño de lo sucedido, pero lo achacaron a una pesadilla colectiva,  Rosalía se limito a guardar silencio. El hermano de maría apenas probó bocado, se despidió con un “¡adiós!” y esa fue la última vez que su familia le vio. 

    Algunos comentaban que le vieron embarcar rumbo a América, pero nadie hablo con él.
    A los pocos días, Margarita, volvió al taller de Justa, tan alegre y risueña, como era antes de su enfermedad.

miércoles, 27 de mayo de 2009

El niño perdido




    Ocurrió que un domingo de primavera, en el pueblo de al lado de donde vivia Rosalía. Un niño, de apenas tres años, se perdió cerca del bosque mientras su hermana mayor y otros niños de entre seis y diez años jugaban al escondite. Cuando se dieron cuenta de su desaparición se pusieron a buscarle, pero fue en vano, no pudieron dar con él ni con su rastro. En vista de que ellos solos no lo iban a encontrar avisaron asus padres  
  La voz se corrió como reguero de pólvora por todo el pueblo.  
  “El hijo de Isidoro se ha perdido en el monte” y a la llamada acudieron todos los hombres de la aldea con los perros, algunos llevaban escopetas, otros hoces, otros palos y los más simplemente sus manos curtidas por el duro trabajo, pero todos con una meta en común, encontrar al chiquillo.
    Las horas fueron pasando y la desesperación del padre crecía a cada paso que daban sin lograr su objetivo, ahora les parecía oír algo, quedaban expectantes, como paralizados, escuchando, pero nada, sólo era el viento, allá se movían unos matojos, una rama, pero cuando llegaban al lugar no había nada, la tragedia podía leerse en los rostros de los campesinos.

   Mientras, en la casa del chiquillo las mujeres del pueblo, arropaban a la madre y hermana, que se culpaban, a si mismas, de lo ocurrido, la hermana por no haber cuidado bien de él y la madre por dejar que se lo llevase.
    En el monte, el padre dándose cuenta de que era imposible dar con el paradero de su hijo, los perros habían perdido el rastro y los llevaban en círculos, tomó una decisión.
    ─Voy a buscar a Rosalía, ella, algunas veces, encuentra a los animales y al fin, las personas somos como los animales.
    ─Está bien ─le contestaron respetando su opinión─ nosotros seguiremos por el bosque hasta que se haga de noche o aparezca el niño.
    Por el camino, cogió el caballo de su vecino que estaba pastando en el prado, lo montó sin ni siquiera parar a ensillarlo y salió tan rápido, como el galope del animal se lo permitía.
    ─No se si podré hacer algo ─le dijo Rosalía y añadió─ pero que no se diga que Rosalía se ha negado a intentar ayudar a alguien. Nos llevaremos a Canelillo, es un perro muy pequeño, pero lo que él no huela, no lo huele nadie. ¡Ensilla ese caballo! iras más cómodo
    Cuando llegaron al lugar faltaba poco para el ocaso. Los hombres se ofrecieron a continuar, pero Rosalía se negó argumentando que sólo tenían dos bestias y que irían más ligeros y harían menos ruido.
    ─Si Canelillo encuentra el rastro nos guiara hasta donde esté, ir todos, sólo retrasaría la búsqueda y se nos echaría la noche encima y de noche ir a pie por el bosque es un suicidio. Antes de que se fueran, les pidió las ropas del niño que habían utilizado para que los perros siguiesen el rastro.
    Al quedarse solos, ella le pidió que la llevase al sitio donde se perdió la pista, una vez monte adentro, le dio a oler las prendas al perro y le dijo.
    ─!Huele, Canelillo! Dime donde desapareció.
    El perro olfatea el suelo y el aire y al poco se queda parado mirando hacia el este, a la espesura del bosque. Rosalía se dirige a Isidoro y le pregunta.
    ─¿Has vuelto a ver a perdida?
    Perdida era una loba que Isidoro encontró cuando ésta sólo contaba un mes o dos de vida, le dio pena, se la llevo a su casa y la crío con sus otros dos perros. Mientras la loba fue pequeña no tuvo ningún problema, pero a medida que el animal crecía su mujer fue cogiendo miedo a que Perdida atacase a sus hijos que se pasaban la mayor parte del día jugando con ella. Tanta fue la insistencia de la mujer y las advertencias de los vecinos que Isidoro la llevó, una mañana al amanecer y la dejo, libre y con comida, en la espesura del bosque.
    Antes de contestar, el hombre trago saliva y preguntó a su vez.
    ─¿No creerás que ella tiene algo que ver?
    ─Yo no creo ni dejo de creer, sólo pregunto y quiero que me digas la verdad.
    Isidoro bajo la cabeza y contestó.
   La he visto varias veces, suele venir de noche a casa y yo le doy algo de comida, la última vez que la vi, fue hace tres semanas, estaba preñada, seguro que ya ha parido.
    Rosalía se agacha le dice algo al perro y éste sigue un nuevo rastro. Al poco, Canelillo, se vuelve a parar y mira a su dueña que le ordena.
    ─¡Sigue los dos!
    ─¿Qué pasa? ─quiso saber Isidoro.
    ─Que el perro ha vuelto a encontrar el rastro de tu hijo.
    Casi en lo alto del monte Canelillo se detiene y la mujer informa.
    ─Desde aquí tienes que seguir a pie tu solo, llévate la escopeta por si acaso.
    ─¿Tú no me acompañas, acaso tienes miedo?
    ─No, pero lo que aguarda es una loba con sus crías, no permitirá que nadie se acerque a ellas, si no es Perdida tendrás que matarla y recuperar lo que quede de tu hijo, si es que queda algo, si, como yo espero, es Perdida, a ti te recibirá bien y podrás llevarte a tu hijo de vuelta a casa, pero si me ve a mí, puede sentirse amenazada y reaccionar mal.
    Isidoro se fue siguiendo al perro que caminaba despacio, con miedo. Muy cerca de la guarida de la loba Canelillo se detuvo, Isidoro apoyó la escopeta, cargada, contra su hombro y avanzó con cautela. El animal salió de su escondite y él hombre se dispuso a disparar, pero en el último segundo reconoció a su amiga y ésta reconoció su olor. Mientras, el pequeño Canelillo, agazapado entre los matojos no se le oía ni se le veía, por no hacer casi ni respiraba a causa del pánico. La loba salió al encuentro del que consideraba su amo y éste dejó la escopeta en el suelo y la saludo. Perdida le condujo a su guarida donde no se veía más que muchos ojos relucientes, Isidoro llamo con temor a su hijo que se despertó al oírle y salió corriendo del recinto y se abrazó a él. Agachado y con el niño en brazos, el hombre abrazo también a la loba en señal de agradecimiento. Mientras Rosalía se acercaba muy despacio, con los brazos extendidos y las palmas de las manos vueltas mirando al cielo. Cuando Perdida reparó en ella, por un momento se quedó tensa, expectante, luego avanzó hacia la mujer, casi a su altura se detuvo y la miro a los ojos, dio media vuelta y Rosalía la siguió. Al llegar a la lobera, el animal se aparto para que Rosalía pudiera ver dentro, sacó, uno por uno, hasta cuatro cachorros, mezcla de perro y lobo, los miro y los dejo con sumo cuidado de nuevo en la guarida.
    ─Hemos tenido mucha suerte, Perdida no ha logrado integrarse en ninguna manada, se ha apareado con un perro grande, quizás con el tuyo, si se hubiese juntado con un lobo hubiéramos tenido muchos problemas.
    De vuelta, a donde los hombres de la aldea les esperaban, ya con las primeras sombras de la noche cerniéndose sobre sus cabezas, Isidoro comentó.
   ─Lo que no entiendo es como se perdió el rastro y como Canelillo dio con él otra vez.
En lugar de contestar, Rosalía preguntó al niño.
    ─Dime, Luisito, ¿Cómo encontraste a Perdida?
  ─No sabia volver, me asuste y empecé a llorar y a gritar llamando, pero nadie me oía, entonces apareció Perdida y empezó a lamerme, deje de llorar y me subí encima de ella, como solía hacer en casa, al rato me bajaba y andaba otro rato, hasta que llegamos a su casa, vi a los lobitos y me puse a acariciarlos, pero me quede dormido, luego llego mi padre.
    ─Ahí tienes la respuesta, al subirse el niño a la loba, los perros perdieron la pista, pero canelillo no, él encontró un rastro nuevo junto al anterior y le mandé seguirlo, volvió a encontrar las dos pistas juntas y le ordené que continuara, tanto si iban las dos juntas como si sólo percibía una. Eso me dio la esperanza de que tu loba lo hubiese encontrado, mi temor era que si estaba integrada en una manada, ésta quisiera defenderla.
    ─¿Por qué quiso que vieras a sus hijos?
    ─Los animales y yo nos entendemos bien.







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